Resumen:
Después de las elecciones de 2017 en Estados Unidos platiqué con un habitante de aquel país que me dijo no conocer a un solo votante que hubiese cruzado la boleta a favor de Donald Trump. Algo parecido me ocurrió después de los comicios mexicanos de junio pasado. Tope con una mujer que me presumió no tener entre sus amistades a ningún seguidor de Xóchitl Gálvez, quien se llevó poco más de 15 millones de votos. Me sorprendí aún peor con otra persona que me dijo lo mismo, pero a propósito de Claudia Sheinbaum, la candidata que arrasó en las urnas.
¿Cómo puede suceder que, viviendo dentro de una misma comunidad, las personas podamos estar tan encerradas como para no interactuar con quien cruza todos los días la misma calle que uno?
Transcripción:
Después de las elecciones de 2017 en Estados Unidos platiqué con un habitante de aquel país que me dijo no conocer a un solo votante que hubiese cruzado la boleta a favor de Donald Trump. Algo parecido me ocurrió después de los comicios mexicanos de junio pasado. Tope con una mujer que me presumió no tener entre sus amistades a ningún seguidor de Xóchitl Gálvez, quien se llevó poco más de 15 millones de votos. Me sorprendí aún peor con otra persona que me dijo lo mismo, pero a propósito de Claudia Sheinbaum, la candidata que arrasó en las urnas.
¿Cómo puede suceder que, viviendo dentro de una misma comunidad, las personas podamos estar tan encerradas como para no interactuar con quien cruza todos los días la misma calle que uno?
Ésta es una de las claves más extrañas de nuestra época: el ensimismamiento.
El diccionario define dicho término como el acto de embelesarse con los pensamientos propios. Son sinónimas las palabras enajenarse, abstraerse, embeberse o extasiarse con lo que uno cree, a tal punto que el entorno, y ese otro que lo puebla, pierden relevancia.
Se trata de un agrandamiento grave del ombligo que nos aparta de cualquier referente que no seamos nosotros mismos. No vaya a confundirse el acto de estar ensimismado con la romántica idea del poeta que cavila sobre el ser y la nada para producir belleza. Quien padece este criticable estado es un egoísta que se adora y punto.
Traigo a cuento aquí una historia que escuché hace algunos años sobre las consecuencias que puede acarrear el ensimismamiento. El personaje de este relato se llamó Joseph, un viejo judío que a la misma hora frecuentaba diariamente una cafetería para disfrutar su pan y una buena taza de café.
Muchos años atrás, Joseph fue un joven que sobrevivió al campo de concentración de Auschwitz; de los afortunados que lograron salir de ese infierno para narrar sus horrores. Ya mayor contaba, medio en broma, que escapar de ese lugar lo puso más cerca de la muerte que los años de labor forzada próximo a los hornos crematorios.
Resulta que, cuando fue liberado por el ejército ruso, Joseph caminó varios días de regreso a la ciudad donde había nacido, sin tener nada en el estómago. Cuando, en alguna vuelta de la geografía, un alma caritativa le ofreció una barra de mantequilla, Joseph se la zampó de una sola mordida. Si a cualquiera le habría caído fatal introducir en su aparato digestivo una cantidad así de grande de grasa, no me puedo imaginar los estragos que produjo aquel derivado de la leche en el maltrecho estómago de Joseph. En efecto, estuvo a punto de morir por ese acto desesperado.
Mientras contaba esta historia en aquel café de sus costumbres, ese hombre solía dejar a un lado el periódico que, también todas las mañanas, antes de cumplir con su ritual, adquiría en el puesto de la esquina. Otro cliente regular se sorprendió al constatar que el diario en cuestión era El Fígaro.
En Francia se trata del medio de comunicación de la derecha, o puesto en términos presentes, de la ultraderecha. Lo leen quienes creen que las personas inmigrantes son una peste y su nacionalismo trasnochado los lleva a suponer que su país y su bandera son los únicos que poseen derecho a existir en el globo terráqueo.
El Fígaro ha educado a decenas de generaciones en la pedagogía del desprecio por lo que se desconoce, o lo que es peor, ha educado en el aprecio rígido y cerrado a propósito de los atributos propios. Desde 1826 ha sido bastión de la Francia profunda y por sus páginas han circulado xenófobos, racistas, machistas, chovinistas, homófobos y tantos otros personajes que debido a esos mismos adjetivos han alcanzado notoriedad y hasta prestigio.
En este contexto, la pregunta del cliente que descubrió las preferencias editoriales de Joseph era de lo más pertinente. ¿Sería que con el paso del tiempo había cambiado de bando? No es extraño encontrar personas que con la edad se convierten en aquello que detestaban cuando eran jóvenes. Tengo en mi haber varios nombres de examigos que si se dejaran visitar por su yo de los veinte años no tendrían cara para sostener una conversación coherente.
La respuesta de Joseph fue sin embargo mucho más aguda de lo que el interlocutor esperaba: “Leo ahora El Fígaro ya que, por no hacerlo a tiempo, mire usted la tragedia que nos ocurrió”.
La lección del viejo es brutal. Si en vez de consumir sólo las noticias que interesan a nuestro entorno inmediato, nos atreviéramos a explorar aquellas que ocupan a quienes consideramos lejanos, probablemente entenderíamos de una manera distinta la realidad.
En el extremo, conocer los argumentos de nuestro adversario, real o potencial, puede convertirse en un acto indispensable de sobrevivencia. Acaso por no leer El Fígaro (o su primo alemán, austriaco o italiano), los judíos de la generación de Joseph fueron víctimas devastadas por un incendio ideológico que se llevó más de seis millones de vidas.
Aunque hay similitudes, los días que ahora habitamos no son así de extremos. Sin embargo, de la advertencia de Joseph hay que sacar una lección fundamental: el ensimismamiento es tendencialmente peligroso.
Los expertos contemporáneos de la comunicación echan la culpa de este estado mental a las redes sociales. Explican que, ante la explosión de información y opiniones, hemos mayoritariamente reaccionado metiendo la cabeza dentro de las burbujas o las cámaras de eco donde se dice, se piensa y se hace tal como nos gusta.
No me convence el argumento, pero asumo que de tiempo en tiempo la pereza mental, mezclada con el miedo por lo desconocido, activa los instintos humanos que llevan a encerrarse por dentro.
Olvidamos entonces que nuestros antepasados atravesaron puentes parecidos. Lo que hoy llamamos polarización –el abandono de la plaza común a favor del atrincheramiento exacerbado– no tiene nada de nuevo y ya antes produjo monstruos, diría el pintor Goya.
El consejo de aquel muchacho que casi muere por devorarse una barra grande de mantequilla convocaría a leer El Fígaro y cualquier otra noticia que, aún si la consideramos despreciable, sea capaz de afinar nuestros sentidos. Esta misma premisa corre, obviamente, para toda persona consumidora de ideas, valores o creencias con alta carga calórica para el ensanchamiento del ombligo. El antónimo de ensimismarse es distraerse: prestar atención a cosas, individuos o situaciones que preferimos dejar de lado.