La alquimista de los sueños que pintan el alma


Resumen:

Estuve en la casa de Claudia Padilla y, desde entonces, no estoy segura de haber regresado del todo. Algo de mí se quedó ahí, flotando en las paredes de su estudio, entre rostros que me miraban desde los objetos más inesperados, en los colores que vibraban con la memoria de un sueño recién soñado, aún húmedo, aún tibio.

Transcripción:

Estuve en la casa de Claudia Padilla y, desde entonces, no estoy segura de haber regresado del todo. Algo de mí se quedó ahí, flotando en las paredes de su estudio, entre rostros que me miraban desde los objetos más inesperados, en los colores que vibraban con la memoria de un sueño recién soñado, aún húmedo, aún tibio.

El estudio de Claudia no es solo un lugar: es un umbral. Una grieta entre lo visible y lo invisible, entre lo que somos y lo que aún no nos atrevemos a ser. Es un santuario de lo onírico, de lo simbólico, de lo transformador. Tapas de pintura vacías se han convertido en rostros. Latas recicladas emergen como máscaras que nos interrogan. Cuadros construidos con residuos hablan más del alma que muchos lienzos nacidos de la pureza.

Y están los ojos. Siempre los ojos. Grandes, profundos, inquietantes. Ojos que no solo miran: te observan, te penetran, te hacen recordar algo olvidado. Claudia Padilla no pinta retratos. Pinta presencias. Espíritus que habitan en la sutileza de lo cotidiano, y que cobran forma cuando el alma está lista para verlos.

La visión como canal del alma

Claudia no pinta desde la técnica, aunque domina muchas. No crea desde el deber, aunque ha estudiado y trabajado. Crea porque sueña. Crea porque ve. Y lo que ve, lo plasma. "Sueño y muchas veces ya veo mis pinturas", me dijo con esa serenidad de quien vive en diálogo constante con lo invisible.

En sus propias palabras: "me gusta pensar que puedo habitar los sueños de alguien más e interpretarlos de forma artística. En los sueños soy libre, puedo ser mil cosas". Ese pensamiento nos remite a los mitos antiguos y también a las teorías modernas. En la mitología griega, Hypnos, dios del sueño, y su hijo Morfeo, el que da forma a los sueños, eran los encargados de seducir la mente humana en el umbral entre la vigilia y el ensueño. Morfeo podía adoptar cualquier figura humana en los sueños y, desde ese lugar, comunicar mensajes del alma o de los dioses. Claudia, como Morfeo, toma formas: se convierte en ave, en rostro, en mirada, en símbolo.

Y como Carl Gustav Jung afirmaba, "los sueños son la pequeña puerta escondida en lo más profundo y más íntimo del alma, que se abre hacia aquella noche cósmica primitiva que era alma mucho antes de que existiera el ego consciente". Claudia transita por esa puerta cada día. No como visitante ocasional, sino como habitante. Su obra no representa sueños: es sueño.

Arte y arquetipo

Jung diría que la obra de Claudia está llena de arquetipos: la mujer salvaje, el ánima, el ojo que todo lo ve, el ave que representa la trascendencia, el trazo continuo que habla de la fluidez entre lo inconsciente y lo consciente. En sus cuadros hay movimiento, pero no es físico: es movimiento de símbolos, de ideas, de emociones. Hay algo sagrado y ancestral en su trazo: como si dibujara con el alma de muchas otras mujeres que la habitan, o que la visitan en sueños para pedirle que las represente.

Claudia nació en la Ciudad de México, estudió Comunicación Gráfica en la UAM, y aunque la vida le exigía "una carrera para mantenerse", como muchas mujeres creadoras, su verdadera vocación la encontró en el grabado. "Del grabado soy", afirma, como si se tratara de un regreso a casa. Desde entonces, ha transitado por múltiples lenguajes: pintura, ilustración, arte objeto, arte reciclado, dibujo. Todo con un hilo conductor: la mirada interior y el deseo de representar aquello que no tiene forma.

En su obra se encuentran aves, mujeres, rostros, sueños, emociones, y una constante pareidolia: ese fenómeno por el cual el ojo humano ve figuras donde no hay ninguna. Pero en su caso, no es ilusión: ella pone esas figuras ahí, como una invitación al espectador para mirar más allá de la superficie.

La artista de los mil sueños

Su serie de obras nacidas durante la pandemia habla de un encierro que, en lugar de asfixiar, abrió portales. Claudia no dejó de crear. Se dejó atravesar por el silencio, por la soledad, por la espera, por la introspección forzada de un mundo detenido. Y en ese espacio sin tiempo, surgieron nuevas obras: miradas que dialogan con nuestra propia desesperanza, colores que narran la nostalgia, texturas que nos recuerdan lo frágil de lo humano. Todo eso lo tradujo al lenguaje de la imagen.

Su arte ha sido exhibido en México, España, Estados Unidos y Alemania. En Berlín, obtuvo el primer lugar en un concurso internacional. Pero más allá de premios, lo que Claudia ha ganado es algo más valioso: un lenguaje propio. Una voz. Una forma de estar en el mundo sin necesidad de explicarse. Quien se detiene ante su obra, la siente. No hay que entenderla: hay que dejarse habitar por ella.

Tiene un libro bellísimo que ya ha sido publicado y que conservo como un regalo preciado: Sueños, ¿vivimos dormidos o soñamos despiertos?. En sus páginas, Claudia recoge las visiones oníricas que otros le compartieron como quien guarda pétalos entre hojas antiguas, y las transforma en memoria viva. Los sueños ajenos se convierten, a través de su arte, en reflejos compartidos, en símbolos universales. Porque, como ella misma dice, "a veces las palabras no bastan", y entonces la imagen se vuelve el único lenguaje capaz de tocar lo intangible.

El estudio como templo

Claudia me habló también de su padre, arquitecto, quien desde pequeña la inspiró en el mundo de las artes manuales. "Me gustaba mucho estar rodeada de materiales, de formas, de espacios", recuerda. De ahí, probablemente, el dominio que tiene del volumen, del soporte, del uso del reciclaje como gesto de resignificación. Transformar lo desechado en obra es, en sí mismo, un acto alquímico.

Su estudio parece una extensión de su alma. Cada objeto tiene historia. Cada pintura, una presencia. Todo está vivo. Hay cuadros que parecen haber sido soñados por alguien más, y que ella solo tradujo con su pincel. Hay objetos que nos miran y nos recuerdan que también somos sueños de otro. Hay una sensación de que el tiempo no existe.

Pintar para recordar que estamos vivos

Al final de nuestra conversación, Claudia me dijo algo que aún resuena en mí: "para mí, el arte es el lugar donde puedo ser todo lo que soy, sin límites, sin máscaras. Donde puedo habitar mi verdad y las verdades de los otros". Y eso es lo que logra: ofrecernos su verdad sin imponérnosla. Invitarnos a soñar con los ojos abiertos. A recordar que hay otras realidades posibles. A escuchar, tal vez por primera vez, la voz de nuestra propia alma.

Claudia Padilla no solo pinta. Crea portales. Escribe con imágenes lo que el alma no ha sabido decir. Y nos invita, amorosamente, a cruzar el umbral con ella.