Resumen:
El ataque del trumpismo a las universidades ha sido desmedido y poco estratégico, hasta irracional, pero ha encontrado eco en una sociedad que las mira con desconfianza. Según una encuesta reciente de Gallup, apenas el 36 % de los estadounidenses confía en sus instituciones educativas. En 2015, ese porcentaje era del 57 % (ya de por sí bajo). En solo una década, la confianza cayó 21 puntos. Detrás hay un malestar profundo, alentado por una percepción extendida de que las universidades han dejado de hablarle al ciudadano común.
Transcripción:
El ataque del trumpismo a las universidades ha sido desmedido y poco estratégico, hasta irracional, pero ha encontrado eco en una sociedad que las mira con desconfianza. Según una encuesta reciente de Gallup, apenas el 36 % de los estadounidenses confía en sus instituciones educativas. En 2015, ese porcentaje era del 57 % (ya de por sí bajo). En solo una década, la confianza cayó 21 puntos. Detrás hay un malestar profundo, alentado por una percepción extendida de que las universidades han dejado de hablarle al ciudadano común.
El modelo meritocrático y ultracompetitivo de la universidad estadounidense de élite Ivy League ha producido resultados envidiables en materia científica, pero relegó su función social. Apostó por la excelencia técnica y la competencia individual, pero descuidó lo público y el bien común. Produjo mucha innovación, pero también mucha exclusión. Se preocupó más por el prestigio global, y menos por el arraigo social. El resultado es evidente y lamentable, lo sentencia el analista y periodista David Rieff: La universidad liberal agoniza.
En México, la situación pinta diferente, todavía. Con todos sus rezagos históricos y desafíos presentes, la universidad pública aún es vista como vía de movilidad social y una institución anclada al proyecto de nación. Por ello, según el INEGI las universidades son la institución con mayor confianza social, con el respaldo del 70 % de la población, superando incluso a la Iglesia y al Ejército.
Pero sería ingenuo pensar que esta confianza es inamovible. La lección del caso estadounidense es clara: el prestigio científico no basta. Las universidades no pueden vivir en torres de marfil ni replegarse en métricas que poco le dicen a la sociedad. Su legitimidad no viene solo de papers, rankings o patentes, sino de su capacidad de formar ciudadanos críticos y empáticos, de dialogar con su tiempo, de sostener el tejido social.
Debemos mirarnos en el espejo del desencanto estadounidense. Es un ejemplo de lo que ocurre cuando se rompe el pacto entre conocimiento y sociedad. México no debe elegir entre ciencia o transformación social, entre excelencia o compromiso público. El desafío es seguir construyendo universidades que logren ambas cosas: producir futuro, pero también propósito común.