Transcripción:
Los horrores cometidos por Isabel Miranda de Wallace son tan atroces como irrefutables; sus infamias siguen entre nosotros.
Isabel Miranda vive.
Con su tenacidad, con su fortaleza de espíritu y su elevada estatura moral, la señora Wallace ha enviado un mensaje fuerte y claro a toda la sociedad: que nadie, bajo ningún motivo, bajo ningún pretexto, bajo ninguna circunstancia, debe escapar de la acción de la justicia. Un fragmento del discurso que Felipe Calderón pronunció en 2010 durante la entrega del Premio Nacional de Derechos Humanos a Isabel Miranda de Wallace. Una retorcida estampa del perverso sexenio: cada palabra que entonces se usó para elogiar la activista merece ser reemplazada por su antónimo. Lo que el exmandatario llamó valor era crueldad; lo que presentó como integridad ocultaba abuso. Donde creyó ver virtud, anidaba el vicio. Donde premió, debió castigar. Felipe Calderón y su alrevesado mundo. Los horrores cometidos por la madre de Hugo Alberto Miranda son tan atroces como irrefutables. En su más reciente libro, Fabricación, Ricardo Raphael resucita a la difunta Wallace con buena pluma: una mujer con un hijo que quizás nunca fue secuestrado. De un muerto que, sorprendentemente, seguía vivo. Una falsa defensora de derechos humanos.
Sus crímenes parecen salidos de un guion siniestro: torturas despiadadas (la narración de lo que Brenda Quevedo padeció en las Islas Marías es feroz), pruebas fabricadas, autoridades doblegadas, familias destruidas, cinismo seco. Isabel nunca tembló; en ella habitaba una maldad inhumana. Igual que hacen los carniceros con las reses sin vida, así manipularon mi cuerpo ahí dentro. Creí que moriría ahogada. Una tunda de codos se ensañó contra mi estómago, riñones, hígado; [...]. Vino entonces la primera descarga. Me habían amarrado un alambre al dedo gordo del pie: mi cuerpo hizo un arco en contra de mi voluntad. Quien crea que la ruindad de Isabel Miranda reposa bajo tierra, anda extraviado: Isabel Miranda vive. Vive en sus fiscales, peritos, jueces, abogados, cómplices y comunicadores. Quien supone que la vileza de la Wallace ha sido sepultada, se engaña: Isabel Miranda vive. Subsiste en las seis personas que purgan infundadas penitencias. En el pasado anidan sus pecados; en el presente habitan sus consecuencias. Brenda Quevedo, por ejemplo, lleva diecisiete años esperando sentencia de primera instancia. Diecisiete años. La maldad es transexenal.
Juana Hilda González Lomelí, otro caso paradigmático, cumple una condena de 78 años de prisión a partir de una confesión obtenida bajo tortura. Desde hace tres años, la revisión del caso yace olvidada en un cajón del ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena. ¿La razón? La cercanía de Norma Piña con el cuñado de Isabel Miranda. Les digo: Isabel Miranda no ha muerto. Sobrevive en la impunidad estructural del aparato judicial, en su corrupción fecunda, en su obediencia al poder político y económico. Vive en la miseria de las defensorías públicas, en los juicios de nunca acabar, en la prisión preventiva convertida en castigo anticipado, en la negación sistemática de la presunción de inocencia. Vive, también, en el desinterés por corregir el rumbo. Isabel Miranda vive. En los tribunales podrán encontrarla, sentada e intacta.
La ruindad de la señora Wallace no es un recuerdo: respira, salta y corre. Se pasea tranquila por estos días. Hace apenas unas semanas, comenzó a presionar a la perito que probó la tortura de Brenda Quevedo; logró que despidieran a la visitadora de la CNDH que firmó la recomendación a su favor; el exsecretario técnico de combate a la tortura acumula dieciséis denuncias en la Fiscalía General. El legado de Isabel Miranda goza de buena salud. Isabel Miranda, dicen, murió. Confirmarlo es irrelevante. La perpetuación de sus infamias nos obliga a reconocer que poco importa lo acontecido con el cuerpo físico de la señora. Sea lo que sea que habitaba su maligno cuerpo, sigue entre nosotros.
VANESSA ROMERO ROCHA