La Inmaculada Percepción // El arte de incomodar


Resumen:

El Arte de Incomodar

Transcripción:

El Arte de Incomodar

En México, hay silencios que pesan más que mil discursos y voces que, con una sola intervención, logran lo que años de conferencias, oposiciones fragmentadas y publicaciones en redes no han conseguido. Así fue la reaparición pública de Ernesto Zedillo, quien, aunque ya había sacudido el avispero en septiembre del año pasado, ahora ha mostrado mayor actividad. No gritó, no convocó a nadie a marchar ni se subió a la tribuna con un rabioso discurso al estilo de Fernández Noroña, solo escribió, y eso desató la tormenta.

Bastó su artículo en Letras Libres para que se activaran todos los mecanismos de defensa del oficialismo. En cuestión de horas, pasó de ser una referencia histórica a convertirse en el enemigo número uno de la narrativa presidencial. Felipe Calderón, antes campeón indiscutible del repudio matutino, fue oficialmente desplazado del podio de la irritación.

El pecado de Zedillo no fue recordar su propia historia de reformas institucionales, como la del Poder Judicial, sino atreverse a cuestionar las actuales. Su crimen imperdonable fue advertir que la llamada "transformación" de Morena no es tal, sino un proceso sistemático de desmantelamiento democrático. Lo dijo con datos, con antecedentes y, peor aún, con memoria.

La reacción desde el poder fue reveladora. En vez de argumentos, llegaron los señalamientos personales. En lugar de respuestas técnicas, los insultos de catálogo, desempolvando el Fobaproa, Acteal y Aguas Blancas. La presidenta Claudia Sheinbaum, heredera directa del proyecto de Andrés Manuel López Obrador, no perdió tiempo en repetir las descalificaciones preferidas de su antecesor.

Lo que no pudo hacer fue rebatir una sola de las afirmaciones del expresidente. Tal vez porque eso requeriría entrar a fondo en la discusión sobre el papel del Poder Judicial, el debilitamiento de los contrapesos, la cooptación de organismos autónomos o la deriva autoritaria que Zedillo expuso.

Además, el exmandatario lanzó otra provocación: propuso que las megaobras de López Obrador fueran auditadas por un organismo independiente, al igual que el Fobaproa. Es decir, que la refinería de Dos Bocas, el Tren Maya y la destrucción del aeropuerto de Texcoco pasaran por la lupa de la rendición de cuentas. Ahí fue cuando las alarmas se encendieron de verdad.

El mismo gobierno que presume de transparencia absoluta sufre amnesia selectiva cuando se sugiere revisar sus cuentas. Es como aquella persona que jura fidelidad absoluta pero tiene pánico a que su pareja revise su teléfono.

¿Cuál es el temor a una revisión seria del costo real de esas obras, de sus beneficios tangibles y de los daños colaterales que han dejado? El problema es que esa pregunta va al corazón del relato oficial: el de la superioridad moral.

Si se admite que también este gobierno tiene cuentas pendientes, si se audita con el mismo rigor con el que se exigió transparencia a los gobiernos anteriores, se rompe el mito de la pureza. Eso sí que no lo pueden permitir. El intento de descalificar el pasado sin revisar el presente, de matar al mensajero para no responder al mensaje, es el modus operandi de los gobiernos morenistas.

La reaparición de Zedillo lo convirtió en una figura incómoda, pero indispensable en el debate público. Lo paradójico es que, al tratar de restarle importancia, el gobierno terminó amplificando su voz, y en su afán por desacreditarlo, le devolvieron una vigencia que muchos creían lejana.

Tras años de discreción, bastó una columna y tres réplicas para sacudir con más fuerza que toda la oposición junta en meses.

Zedillo fue subversivo porque no exigió lealtad, sino legalidad, y en estos tiempos, eso parece ser imperdonable.

Lo paradójico es que, al tratar de restarle importancia, el gobierno terminó amplificando su voz.

Vianey Esquinca