Transcripción:
Quienes defienden la democracia liberal a menudo hablan con jerga de especialistas; dicha defensa implica convencer más que tener razón.
La antipatía hacia la democracia liberal enfrenta una crisis de comunicación: sus defensores son cada vez menos, pero cada vez más torpes para conectar con las prioridades y emociones de las personas reales, las de carne y hueso.
Soy partidario de los valores liberales de la democracia: igualdad, legalidad, libertad. Sin embargo, palpo con frustración cómo la defensa de las instituciones de la democracia se refugia en tecnicismos y en una arrogancia intelectual que aliena en lugar de acercar, que genera indiferencia en lugar de un sentido de urgencia.
Desde 2018, avanza en México una aplanadora política que desmantela las instituciones de la democracia liberal: los órganos electorales y los autónomos, la veracidad, el pluralismo, el respeto a la diversidad, entre otros. En el caso de la reforma judicial, el gobierno argumenta que el pueblo votó para la purificación de jueces y magistrados.
Frente al engaño, la línea defensiva ha sido errática. El Poder Judicial, por ejemplo, lleva décadas presumiendo que solo habla por medio de sus sentencias, sin que nadie las haya leído alguna vez. En cambio, el común de las personas confunde lo que hacen los jueces, los agentes del ministerio público y la misma policía, dando como resultado una muy mala opinión del sistema de justicia, que es lo mismo que el Poder Judicial para el grueso de la población.
En estas semanas de destrucción del Poder Judicial, sus aliados no lograron una narrativa fresca para explicar los riesgos de la reforma. Una organización empresarial, por ejemplo, publicó un comunicado lleno de términos ininteligibles: estado de derecho, equilibrio de poderes, medios de control constitucional, entre otras joyas de un galimatías para dormir al público. Otras organizaciones y gremios publicaron cartas de expertos cuyos contenidos tuvieron pocos lectores; en contraste, la conversación sociodigital mostraba indiferencia ante la reforma y simpatía de los públicos atentos.
La misma suerte ocurre con el Instituto Nacional de Transparencia (INAI).
El gobierno promueve su desaparición porque es caro, cuna de prebendas de la herencia neoliberal. Incluso López Obrador argumentaba que se creó para tapar la corrupción del gobierno. Frente a esa distorsión aberrante, nunca escuché que los defensores de la transparencia usaran la misma corrupción del gobierno de López Obrador para pugnar por la defensa del INAI, porque, finalmente, como solía decir López Obrador, "quien nada debe, nada teme".
La semana pasada, el presidente del Instituto publicó un texto sin empatía, lleno de entelequias jurídicas para defender la causa. Por ejemplo, se mostraba consternado acerca de la imparcialidad de los mecanismos de apelación y revisión si desaparece el INAI; o bien, mencionaba que se vulneraría el artículo sexto constitucional y, en lugar de hablar de las necesidades de las personas, repetía las obligaciones de los "sujetos obligados".
Y frente a la eliminación del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval)—un organismo que sirve para mejorar la efectividad de los programas sociales—la respuesta de sus defensores tampoco fue persuasiva. En lugar de explicar cómo ayuda a tener mejores programas para la gente, un desplegado hablaba más de la "supervisión técnica" de la "autonomía institucional" que de la importancia del Coneval en nuestra vida diaria.
Quienes defienden la democracia liberal con frecuencia le hablan a quienes ya son adeptos, con jerga de especialistas, en lugar de salir de las telarañas y hablar con buen español sobre todo, con un español empático. La defensa de la democracia liberal implica convencer más que tener razón. Y para ello se requiere un lenguaje empático. Sin empatía, la destrucción de la democracia no solo será incomprendida, sino también ignorada.
El populismo tergiversa la realidad para construir un relato apetecible para la gente. El reto de la comunicación efectiva de la democracia liberal reside no en que esta sea apetecible, sino empática. Y para que sea empática debe ser veraz, y tener un balance adecuado entre el bienestar de corto plazo que la mayoría de la gente busca y el de largo plazo que es fruto del desarrollo democrático. A eso tenemos que aspirar, y no a la mentira populista que genera un placer transitorio.